Salgo a la calle buscando tu mirada o tal vez un alma
caritativa que me dé una calada y unas risas. Que me saque de esta monotonía en
la que se convierte tu ausencia, que me susurre que pronto estarás conmigo, por
si se me olvida... Pero no tengo valor, la monotonía y las tinieblas acaban
siendo mi rutina y mi vida. Días oscuros donde lo único que se ve son mis
ojeras, noches claras que hacen que vuele. Que vuele a buscarte para no
encontrarte, no como antes, que era encontrarte sin buscarte.
Y es que no hay nadie que me ayude a sujetar mi
corazón cuando se parte en dos al verte subir a ese maldito tren. Trenes que
acabo odiando, que me parten no solo el corazón, sino el alma y el pecho; que
me roban la respiración y la vida. Pero tampoco me hacen falta, no los
necesito. No necesito a nadie, más que a ti, para soportar este dolor que acaba
siendo parte de mi vida, este dolor que me hace sentir que estoy viva, que vale
la pena volver a sentirlo. Porque si siento ese dolor significa que he estado
contigo, que tú me has robado el dolor para darme caricias en mi espalda y
besos eternos. Para secarme esas lágrimas de incredulidad cuando te veo bajar
de ese estúpido vagón.
Nadie entiende nuestra historia, nadie comprende por
qué vale la pena luchar por cinco días cada sesenta. Nadie comprende la belleza
de este dolor, la perfección de estas lágrimas que hacen que se corra la tinta.
Tampoco me importa. No tengo la intención de explicarles por qué vale la pena.
Son demasiados motivos los que tengo para luchar por ti, o por mí, ¿quién sabe?
Solo sé que esos motivos son míos, nuestros, y que lo que sepan o dejen de
saber está de más. Cuando me vean volar con un beso y morir con un adiós,
entenderán que está lucha no solo vale la pena, sino que me devuelve la vida.